La racha final exhibe sobredosis de bombazos: thrillers asfixiantes,
violencia en espacios reducidos y el filme de más alto voltaje sexual de
este Sitges.
Que nadie piense que por ser Sitges un festival especializado vamos a empacharnos con una programación repetitiva: de suspense extremo a acción bombástica soviética, esta segunda mitad de la semana está dándonos de todo para todos.
El algo gastado género del suspense claustrofóbico, con un sólo actor (o casi) y un espacio reducidísimo, ya dio una sorpresa de coproducción española hace unos años, con la sensacional Buried. El tropo puede estar gastado, pero eso no quita para que distintos autores vuelvan sobre él una y otra vez. En esta producción vasco-catalana dirigida por Haritz Zubillaga, el espacio reclusivo tiene cierta originalidad y, gracias a la tecnología que incluye en su interior, cierta versatilidad: es una lujosa limusina que lleva a una entrega de premios a una actriz (Paola Bontempi) que disfruta de las rentas y el prestigio que le proporcionó su primer papel en un drama independiente.
Tremenda y excesiva, El ataúd de cristal propone un encierro, más que claustrofóbico o inquietante, abusivo y violento. En realidad estamos ante una película de venganza, como desvela en poco tiempo la voz que se comunica con la actriz. Poco sutil y optando siempre por el impacto directo, tanto sonoro (la banda sonora casi asfixia los diálogos con cacofonía industrial pura) como visual (hay un par de giros hacia la violencia extrema tan poco justificados argumentalmente que, más que incomodar al espectador, lo sacan en parte del drama), El ataúd de cristal brilla más cuando sus imágenes recurren a cierta atmósfera fantastique, cuando se deja la credibilidad de lado. En 75 minutos, lo cierto es que el horror en la limusina es compacto y directo, pero se habría agradecido algo menos de aturdimiento sensorial y algo más de inquietud genuina.
Si hay algo que se puede garantizar sobre 31 sin temor a equivocarse es que es una película destinada a los fans de Rob Zombie. Luego a estos les puede gustar o no, pero es innegable que 31 funciona, primordialmente, como una recopilación histérica y sin justificación argumental de todos sus tics (un grupo de artistas cabareteros son forzados a participar en una versión psicodélica de El malvado Zaroff con apostadores con peluca Luis XIV, enanos hispanonazis y payasos de todas las proporciones). Incluso se atreve a teorizar, como pocas veces lo había hecho antes en sus películas, en boca de uno de sus personajes, en este caso en un excelente monólogo inicial sobre el miedo y sus límites (y qué pintan los payasos en todo esto).
Dejando de lado la pulcritud formal de la impresionante Lords of Salem, y asumiendo implícitamente que 31 funciona como un entretenimiento menor comparado con aquella, Zombie recupera la estética y el ritmo de sus primeras películas, especialmente de La casa de los 1000 cadáveres. Reduce al esqueleto la propuesta de survival setentero de aquella, no se preocupa de dotarlo de una mínima hilazón argumental, presenta cada pocos minutos a decenas de villanos de tebeo y rueda a base de movimientos compulsivos, primeros planos y ruido visual constante. El resultado es a la vez visceral y discursivo, abstracto y ensayístico, agradará a los fans y también cabreará a muchos de ellos. Es puro Rob Zombie, perfecto Rob Zombie. Puede que no tan sutil y fascinante como el de Lords of Salem, pero sí mucho más personal y satisfactorio que el de los remakes de Halloween.
La película-escándalo de este año está recabando titulares (que se vaya acostumbrando su joven director, Emiliano Rocha Minter: cuando el discurso crítico se acaba, hay que subrayar la anécdota) incidiendo en la deserción de público de los pases debido al contenido altovoltaico de sus imágenes. Y no es justo: quizás la película se vea sobrepasada en alguna ocasión por su propio tremendismo, pero su visualización de un infierno construido con cartones de huevos y cinta americana es encomiable. Evoca al Jodorowsky más estridente y al mejor Mojica Marins, más que al Gaspar Noé que se cita recurrentemente (no nos engañemos: más por lo extremo de sus imágenes que por una coincidencia estética o temática), y aunque algunas caídas en la iconografía del porno son más chirriantes que genuinamente corrosivas, Tenemos la carne rebosa imágenes poderosas y que afrontan unos cuantos tabúes íntimos con gran originalidad.
Tenemos la carne cuenta cómo un par de hermanos se instalan a vivir con una especie de chamán-trol sexual en una casa que cada vez se parece más a un útero. Consumen destilados psicodélicos de la carne y fornican sin parar en una película de ritmo irregular pero decidido y valiente. Gracias a la entrega de un grupo de actores (sobre todo una sinuosa Lilith mexicana, la casi debutante María Evoli, y a un zascandil duende lúbrico al que da vida Noé Hernández), Tenemos la carne es algo más valioso que una simple provocación sin trasfondo, y hunde sus raíces en un nuevo cine mexicano, fantástico, extremo y caníbal, emparentado -también eufónicamente- con Somos lo que hay de Jorge Michel Grau.
El valor más inesperado de todos los que atesora Hardcore Henry es que proporciona un estímulo cerebral a la altura del visceral (que es el que aparentemente solo quiere satisfacer). Y ese estímulo procede de cómo manipula los códigos visuales y temáticos del videojuego (el de acción en primera persona, sí, pero también el de plataformas… con cadáveres flotantes) para convertirlos en una narración no-interactiva. Es decir, cómo imita un lenguaje -el de los videojuegos FPS- que solo tiene sentido como imitación de una película, en una cinta de Moebius fascinante y más sofisticada de lo que parece: el argumento solo avanza cuando el héroe se detiene, hay un personaje (un Sharlto Copley en permanente mutación) que solo sirve para proporcionar mapas y misiones secundarias al protagonista, los momentos en los que se le ve el rostro o el cuerpo entero son de singular potencial dramático, cuando se acaba la acción se acaba la película, amnesia, mutismo, arranque in media res y muchas otras convenciones de los videojuegos desfilan ante el espectador a velocidad de infarto.
Pero aunque Hardcore Henry sea un jeroglífico muy satisfactorio para quienes disfrutan con la contaminación mutua de códigos visuales, no hay que olvidar que estamos ante una película de acción. Quizás la película de acción más excesiva y ruidosa de los últimos tiempos: tiene todo el sentido que en una época en la que los héroes clásicos del género, esos por los que lloran las tres entregas de Los Mercenarios, ya no tienen un hueco en la cartelera, la película de acción más innovadora y emocionante posible nazca de un vídeo viral de Youtube (un par de videoclips del grupo Biting Elbows, dirigidos por el también responsable de Hardcore Henry, Ilya Naishuller) y al protagonista no se le vea la cara. Cambian los tiempos, pero si lo que nos espera es un exceso sensorial del calibre de Hardcore Henry, estamos preparados para este nuevo cine de acción.
Via:Cinemania
Que nadie piense que por ser Sitges un festival especializado vamos a empacharnos con una programación repetitiva: de suspense extremo a acción bombástica soviética, esta segunda mitad de la semana está dándonos de todo para todos.
El ataúd de cristal
El algo gastado género del suspense claustrofóbico, con un sólo actor (o casi) y un espacio reducidísimo, ya dio una sorpresa de coproducción española hace unos años, con la sensacional Buried. El tropo puede estar gastado, pero eso no quita para que distintos autores vuelvan sobre él una y otra vez. En esta producción vasco-catalana dirigida por Haritz Zubillaga, el espacio reclusivo tiene cierta originalidad y, gracias a la tecnología que incluye en su interior, cierta versatilidad: es una lujosa limusina que lleva a una entrega de premios a una actriz (Paola Bontempi) que disfruta de las rentas y el prestigio que le proporcionó su primer papel en un drama independiente.
Tremenda y excesiva, El ataúd de cristal propone un encierro, más que claustrofóbico o inquietante, abusivo y violento. En realidad estamos ante una película de venganza, como desvela en poco tiempo la voz que se comunica con la actriz. Poco sutil y optando siempre por el impacto directo, tanto sonoro (la banda sonora casi asfixia los diálogos con cacofonía industrial pura) como visual (hay un par de giros hacia la violencia extrema tan poco justificados argumentalmente que, más que incomodar al espectador, lo sacan en parte del drama), El ataúd de cristal brilla más cuando sus imágenes recurren a cierta atmósfera fantastique, cuando se deja la credibilidad de lado. En 75 minutos, lo cierto es que el horror en la limusina es compacto y directo, pero se habría agradecido algo menos de aturdimiento sensorial y algo más de inquietud genuina.
31
Si hay algo que se puede garantizar sobre 31 sin temor a equivocarse es que es una película destinada a los fans de Rob Zombie. Luego a estos les puede gustar o no, pero es innegable que 31 funciona, primordialmente, como una recopilación histérica y sin justificación argumental de todos sus tics (un grupo de artistas cabareteros son forzados a participar en una versión psicodélica de El malvado Zaroff con apostadores con peluca Luis XIV, enanos hispanonazis y payasos de todas las proporciones). Incluso se atreve a teorizar, como pocas veces lo había hecho antes en sus películas, en boca de uno de sus personajes, en este caso en un excelente monólogo inicial sobre el miedo y sus límites (y qué pintan los payasos en todo esto).
Dejando de lado la pulcritud formal de la impresionante Lords of Salem, y asumiendo implícitamente que 31 funciona como un entretenimiento menor comparado con aquella, Zombie recupera la estética y el ritmo de sus primeras películas, especialmente de La casa de los 1000 cadáveres. Reduce al esqueleto la propuesta de survival setentero de aquella, no se preocupa de dotarlo de una mínima hilazón argumental, presenta cada pocos minutos a decenas de villanos de tebeo y rueda a base de movimientos compulsivos, primeros planos y ruido visual constante. El resultado es a la vez visceral y discursivo, abstracto y ensayístico, agradará a los fans y también cabreará a muchos de ellos. Es puro Rob Zombie, perfecto Rob Zombie. Puede que no tan sutil y fascinante como el de Lords of Salem, pero sí mucho más personal y satisfactorio que el de los remakes de Halloween.
Tenemos la carne
La película-escándalo de este año está recabando titulares (que se vaya acostumbrando su joven director, Emiliano Rocha Minter: cuando el discurso crítico se acaba, hay que subrayar la anécdota) incidiendo en la deserción de público de los pases debido al contenido altovoltaico de sus imágenes. Y no es justo: quizás la película se vea sobrepasada en alguna ocasión por su propio tremendismo, pero su visualización de un infierno construido con cartones de huevos y cinta americana es encomiable. Evoca al Jodorowsky más estridente y al mejor Mojica Marins, más que al Gaspar Noé que se cita recurrentemente (no nos engañemos: más por lo extremo de sus imágenes que por una coincidencia estética o temática), y aunque algunas caídas en la iconografía del porno son más chirriantes que genuinamente corrosivas, Tenemos la carne rebosa imágenes poderosas y que afrontan unos cuantos tabúes íntimos con gran originalidad.
Tenemos la carne cuenta cómo un par de hermanos se instalan a vivir con una especie de chamán-trol sexual en una casa que cada vez se parece más a un útero. Consumen destilados psicodélicos de la carne y fornican sin parar en una película de ritmo irregular pero decidido y valiente. Gracias a la entrega de un grupo de actores (sobre todo una sinuosa Lilith mexicana, la casi debutante María Evoli, y a un zascandil duende lúbrico al que da vida Noé Hernández), Tenemos la carne es algo más valioso que una simple provocación sin trasfondo, y hunde sus raíces en un nuevo cine mexicano, fantástico, extremo y caníbal, emparentado -también eufónicamente- con Somos lo que hay de Jorge Michel Grau.
Hardcore Henry
El valor más inesperado de todos los que atesora Hardcore Henry es que proporciona un estímulo cerebral a la altura del visceral (que es el que aparentemente solo quiere satisfacer). Y ese estímulo procede de cómo manipula los códigos visuales y temáticos del videojuego (el de acción en primera persona, sí, pero también el de plataformas… con cadáveres flotantes) para convertirlos en una narración no-interactiva. Es decir, cómo imita un lenguaje -el de los videojuegos FPS- que solo tiene sentido como imitación de una película, en una cinta de Moebius fascinante y más sofisticada de lo que parece: el argumento solo avanza cuando el héroe se detiene, hay un personaje (un Sharlto Copley en permanente mutación) que solo sirve para proporcionar mapas y misiones secundarias al protagonista, los momentos en los que se le ve el rostro o el cuerpo entero son de singular potencial dramático, cuando se acaba la acción se acaba la película, amnesia, mutismo, arranque in media res y muchas otras convenciones de los videojuegos desfilan ante el espectador a velocidad de infarto.
Pero aunque Hardcore Henry sea un jeroglífico muy satisfactorio para quienes disfrutan con la contaminación mutua de códigos visuales, no hay que olvidar que estamos ante una película de acción. Quizás la película de acción más excesiva y ruidosa de los últimos tiempos: tiene todo el sentido que en una época en la que los héroes clásicos del género, esos por los que lloran las tres entregas de Los Mercenarios, ya no tienen un hueco en la cartelera, la película de acción más innovadora y emocionante posible nazca de un vídeo viral de Youtube (un par de videoclips del grupo Biting Elbows, dirigidos por el también responsable de Hardcore Henry, Ilya Naishuller) y al protagonista no se le vea la cara. Cambian los tiempos, pero si lo que nos espera es un exceso sensorial del calibre de Hardcore Henry, estamos preparados para este nuevo cine de acción.
Via:Cinemania
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