'Predator': una genial vuelta a las raíces de la acción ochentera a base de violencia, testosterona y mucho cachondeo
Al abrir el diccionario, junto a la acepción actual de la palabra "nostalgia", la Real Academia debería incluir una nueva definición que podría ser algo similar a: factor que nubla el juicio de los espectadores entrados en años y que Hollywood emplea como herramienta para sumar un presunto atractivo artificial a buena parte de sus producciones.
En pleno arrebato de morriña por el cine de hace algo más de tres décadas, Shane Black manifestó abiertamente la intención de que su 'Predator', secuela del clásico de John McTiernan, tuviese todo el espíritu de la acción ochentera más testosterónica. Al escuchar esto, muchos se echaron a temblar pensando de nuevo en esos años ochenta impostados, de filtro de Instagram y referencia continua metida con calzador.
'Depredador' logra brillar y alzarse como el último gran entretenimiento de esta temporada veraniega 2018 gracias a estar bendecida por la "Santísima Trinidad" de señas de identidad que han acompañado a su máximo responsable a lo largo de su carrera: un diálogo fluido y rebosante de dinamismo y una comicidad deliciosa, un sentido de la acción envidiable y, por encima de todo, el diseño de unos personajes que destacan por encima de la criatura que da título al filme como su mayor reclamo.
Aunque todo esto no tendría sentido alguno si 'Depredador' no contase con un fantástico y disfuncional grupo de protagonistas tan bien dibujado sobre el papel como trasladado a la pantalla por un elenco cómodo y entregado. El escuadrón improvisado de militares con problemas mentales brilla tanto a nivel individual como en conjunto, revelando una dinámica de grupo heredera de clásicos como 'Doce del patíbulo' que funciona a las mil maravillas y que invita a conectar con los personajes sin esfuerzo alguno; incluido un Jacob Tremblay prodigioso que sirve de nexo de unión con los tics propios del blockbuster contemporáneo.
Deslices digitales aparte, 'Depredador' resulta ampliamente satisfactoria durante la inmensa mayoría de su ajustado metraje. Algo menos de dos horas de duración que avanzan con brío entre unas set-pieces y unas escenas de desarrollo de personajes que hacen fluir de forma orgánica el relato hasta llegar a un tercer acto atropellado en el que se evidencian los problemas en la fase de post-producción del filme que obligaron a rodar de nuevo secuencias enteras y añadidos.
Un fin de fiesta que, más que por el agridulce sabor de boca que deja tras haber saboreado tan suculento plato, espina al pensar en que, de no haber estado Shane Black bajo yugo de un gran estudio, podríamos estar hablando de un nuevo referente en el cine de acción contemporáneo.
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