Qué es verdad y qué no de 'Anatomía de un instante', la serie que aborda el entramado del 23-F y el intento de golpe de estado de Tejero contra la democracia
Muchos españoles recuerdan qué hicieron el 23 de febrero de 1981. Es uno de esos días que quedó grabado en la memoria de todo el país y muchos de los que se acuerdan de él saben que fue una jornada de vértigo, en la que todo el país contuvo el aliento. A media tarde, un grupo de guardias civiles irrumpió en el Congreso de los Diputados, encabezado por el teniente coronel Antonio Tejero.
Fue un instante de desconcierto absoluto: un hemiciclo paralizado por el miedo, una democracia aún frágil enfrentándose de golpe a su mayor prueba de resistencia y un puñado de figuras públicas obligadas a tomar decisiones que definirían para siempre su imagen ante la historia. Lo que ocurrió en aquellas horas interminables marcó la conciencia colectiva. Y ahora, 'Anatomía de un instante', la serie de Movistar Plus+ basada fielmente en la obra de Javier Cercas, revisita ese suceso no desde la épica del golpe, sino desde la humanidad, las contradicciones y la trayectoria previa de quienes estuvieron en el ojo del huracán. Por eso la serie es tan fidedigna con los hechos, porque el libro también lo es.
Un momento grabado a fuego en la memoria
Adolfo Suárez llegó a aquel 23 de febrero en uno de sus momentos más vulnerables de su trayectoria personal y política. Tras haber pilotado la Transición y convertirse en símbolo de la nueva etapa democrática, ya había decidido apartarse de la política, agotado por las tensiones internas de su propio partido y por una presión social que lo había desgastado hasta el límite. Lo que no imaginaba era que su despedida coincidiera con un intento de golpe de Estado.
Su figura permaneció erguida en un hemiciclo que se desplomaba al suelo, un gesto que con el tiempo se convirtió en emblema de dignidad institucional y que, paradójicamente, no le sirvió para frenar el desplome electoral de su partido meses después.
A su lado, Manuel Gutiérrez Mellado encarnó otro tipo de entereza. Militar veterano, con una larga carrera que lo llevó a ocupar puestos clave en la modernización de las Fuerzas Armadas, había trabajado desde dentro para reducir su presencia en la vida política. El día del golpe, lejos de replegarse ante los asaltantes, se enfrentó a ellos, convirtiéndose en una de las imágenes más icónicas del 23-F. No era un personaje sencillo ni exento de sombras; su pasado mostraba contradicciones y virajes, pero también un proceso de transformación que lo llevó a defender sin titubeos el nuevo marco constitucional.
Y el tercero en resistir sin esconderse fue Santiago Carrillo. El líder comunista, recién reincorporado a la política española tras décadas en el exilio, comprendía como pocos el peso de la historia. Su decisión de mantenerse en su asiento durante los disparos sigue siendo objeto de interpretaciones diversas, pero su trayectoria posterior confirma la magnitud del momento que vivía y, con el paso del tiempo, se convirtió en uno de los rostros más complejos de aquella noche, capaz de simbolizar a la vez el sacrificio político y el esfuerzo de conciliación.
Mientras tanto, fuera del Congreso, la figura del rey Juan Carlos I jugó un papel determinante para frenar el avance del golpe. Aunque sus movimientos previos pudieron facilitar que se confabulase a favor del golpe y teniendo un ejército todavía lleno de tensiones internas y una cadena de mando fragmentada, hay que reconocer que su intervención telefónica con las distintas regiones militares resultó clave para evitar una escalada mayor. Su mensaje televisado de la madrugada del día 24 frenó definitivamente cualquier intento de sublevación coordinada y selló la derrota del golpe.
Por otro lado, Antonio Tejero representó el rostro más visible del fracaso. Sus antecedentes disciplinarios y sus intentos previos de alterar el orden democrático explican en parte por qué el 23-F no surgió de la nada, sino como la culminación de un itinerario personal marcado por la desobediencia. Su acción pretendía desencadenar un cambio de régimen, pero terminó conduciéndolo a una condena severa y a convertirse en símbolo de la España que no aceptaba la modernidad política en curso. Junto a él se movían otras figuras que alimentaron el clima golpista, como Alfonso Armada.
Y si Tejero fue la mecha, Jaime Milans del Bosch actuó como el músculo del golpe. La salida de los tanques a las calles de Valencia fue un gesto tan contundente como desesperado, un intento de forzar una reacción en cadena que nunca llegó. Sus bandos de corte militarista y sus órdenes de control social no encontraron eco en otras regiones, y tras el mensaje del rey tuvo que dar marcha atrás y devolver los blindados a los cuarteles. Su retirada marcó uno de los puntos finales del golpe y confirmó que la nueva España, pese a sus tensiones internas, ya no respondía a los métodos autoritarios del pasado.
Texto: Belén Prieto Foto/Via: Espinof
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