¿Esperaba algo de 'Pixels' (id, Chris Columbus, 2015)? En honor a la verdad, no mucho. Me resultaba bastante atractiva la premisa de partida por cuanto entroncaba con el niño que servidor había sido hace treinta años. Un niño que había pasado mucho de su tiempo libre jugando a las maquinitas cuyos personajes iban aquí a invadir la tierra y que, ya de adulto, sigue echando en falta la inocencia de muchos de los videojuegos de aquél entonces. Pero más allá de eso, y de venir firmada por Chris Columbus —en quien aún quería depositar algo de confianza— no creía que el filme pudiera ofrecerme nada nuevo.
Los diversos avances no habían conseguido sino aumentar tal percepción, y el que su reparto viniera encabezado por Adam Sandler, Kevin James y Josh Gad no inspiraba mucha confianza si, en el caso de servidor, hasta el momento nunca he apreciado la labor de ninguno de ellos. En fin, que con tanto en contra, y manteniendo cierta esperanza de que finalmente la cinta lograra sorprenderme, me adentré anteayer en el cine para, algo más de hora y media después, salir lamentando la pérdida de dinero y, sobre todo, de tiempo que supone esta chorrada que convierte en perpetuo vehículo para la estupidez el cine de adolescentes de los ochenta.
Pretendiendo homenajearlo en ese arranque que sirve de descarnada exposición inicial de dos de las mayores vergüenzas que la cinta arrastrará durante todo su metraje —la muy mediocre labor de Columbus tras las cámaras y lo bochornoso de las actuaciones de TODO el plantel sin excepción con un lamentable Sandler a la cabeza—, 'Pixels' no mejora cuando la acción se traslada de principios de los ochenta a la actualidad y nos presenta a los adolescentes de entonces convertidos, bien en presidente de los Estados Unidos (sic) en el caso de James, bien en técnico de instalación de aparatos de audio y video en el de Sandler.
Con unos diálogos lamentables y una presentación y desarrollo de personajes que se mueve entre lo mediocre y lo esperpéntico —atención especial merece en este último sentido lo que el filme reserva a Peter Dinklage, Michelle Monaghan, Jane Krakowski o, y esto no se lo perdono al filme, Brian Cox—, resulta lamentable ir dando cuenta paulatina de lo que la pareja de guionistas considera humor. Un humor que raya en la supina estulticia y que, al menos al que estas líneas suscribe, no consiguió arrancar carcajada alguna o provocar una mueca de sonrisa habida cuenta que los mejores chistes del metraje ya figuraban, como suele pasar, en sus trailers. (En el párrafo siguiente, pequeños spoilers)
No me hizo gracia, por descontado, ni todo lo concerniente al carácter ultra-freak y mega-conspiranoico del personaje interpretado —eufemismo— por Josh Gad, ni la aparición de Q*Bert, ni la de Max Headroom, ni los muchos guiños que tiene la debacle final hacia el mundo de los juegos ni, por supuesto, la tontería extrema de hacer que los británicos hablen con un acento hiper-marcado para gastar a costa del mismo varias bromas cuya inteligencia raya en lo insultante y provocan que uno vuelva a preguntarse en qué momento el sentido del humor estadounidense se fue por el inodoro (Fin pequeños spoilers).
Trascendida una proyección cuyo único interés reside en sus geniales efectos visuales, uno salió de la sala preguntándose por el imposible de qué habría sido de esta idea —que, repito, me parecía bastante ingeniosa— de haber sido tratada hace treinta años o incluso veinte en un momento en que la industria cinematográfica entendía muchísimo mejor lo que debía ser el cine para adolescentes. Una pregunta ésta que, obviamente sin respuesta, hace que el que esto suscribe añore aún más un tiempo pasado que —cuidado, según el caso— siempre fue mejor.
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