[Sitges 2016] Día 5: De desiertos de sal a estranguladores grasientos

Variedad absoluta de propuestas para hoy: cine de autor muy, muy particular y, por otra parte, un guiño demoledor a la serie Z de los ochenta. En Sitges hay de todo para todos.
Tywest
¿Qué le pasa a los nombres propios este año? Vienen con las propuestas más enloquecidas posibles bajo el brazo… al disparate sin paliativos de Paul Schrader se suma una película de Werner Herzog igual de peculiar y polémica. Comparados con ellos, maestros del exceso de otro tipo como Ti West parecen aficionados.

Salt and Fire


Desconcertante eco-thriller de un autor que, a la vista está, se puede permitir firmar lo que le dé la gana sin hacer concesiones más que a su propia y particular intuición. En este caso, un batiburrillo sin medida de comedia y película de secuestros, documental de aventuras y reflexiones metafísicas, interpretaciones amateur y cine convencional. Salt and Fire se ha topado con cierta incomprensión, y no es para menos: es complicado calibrar la intención exacta de Herzog con esta producción.
Salt and Fire arranca con el rapto de tres técnicos de la ONU que acuden a Bolivia a hacer un informe sobre el desierto de sal de Diablo Blanco, un desastre ecológico cuya magnitud pretenden entender. Muy discursiva y a la vez muy abstracta (con secuencias casi oníricas, con un par de niños nativos ciegos, actores no profesionales de los que Herzog logra extraer algunas de las imágenes más emotivas de la película), no es raro que Salt and Fire haya desconcertado a los espectadores: su aparente desidia formal, casi amateur en aspectos como la planificación o la dirección de actores -entre los que destaca, paradójicamente, otro no profesional, el físico teórico Lawrence Krauss, dando vida a un secuestrador que casi puede entenderse como una transposición irónica del propio Herzog- choca con imágenes de una belleza impactante, como las de las llanuras de sal fotografiadas por Peter Zeitlinger. El resultado puede ser indigesto para el espectador no avisado, pero es innegable que resulta perfectamente coherente con el resto de la obra del director, tanto de la documental como de la de ficción, de las que Salt and Fire es un apareamiento contranatura.

Anguish


Cine independiente en lo visual y en lo temático que se adentra ocasionalmente en las procelosas aguas de la explotación con un valor encomiable, pero que acaba dejando la propuesta un poco en tierra de nadie. Cuenta cómo una adolescente que sufre problemas psicológicos desde los cinco años (autoagresiones, desvanecimientos, etc.) y que lleva un tiempo medicándose y controlando su dolencia con éxito es asaltada, en la nueva localidad donde se instala a vivir con su madre, por el espíritu de una chica muerta en accidente de tráfico un tiempo atrás.
Sin terminar de decidirse nunca entre la historia de fantasmas de halo romántico y la brutalidad con posesiones y sacerdotes -lo que posiblemente incomodará a los fans de ambos extremos-, este debut en la dirección de Sonny Mallhi -productor de películas como Posesión, Los extraños o La casa al final de la calle– acaba perdiendo fuelle por esa falta de precisión con el tono. Lo que posiblemente está planteado como una mixtura de géneros que insufle algo de originalidad a las apáticas historias de fantasmas al uso acaba en mero batiburrillo de códigos, que tanto lanza al espectador imágenes de una adolescente teniendo convulsiones (estupenda Ryan Simpkins) como mirando al infinito mientras tararea cancioncitas con su guitarra acústica. Una pena, ya que decisiones como la de que el reparto sea íntegramente femenino (madre e hija, más la chica muerta y su traumatizada madre) debería haber generado un universo algo más rico.

Trash Fire


También en clave indie, pero mucho más asilvestrada, esta comedia negrísima parece hacer suyo el mítico estribillo de Siniestro Total: “La familia es la célula de la sociedad moderna / Aunque sea cancerígena desde la edad de piedra”. Porque justo eso es lo que cuenta: a través de diálogos tan sutiles y cortantes como una motosierra desbocada, nos presenta a una pareja de jóvenes (Adrian Grenier -dando vida al reverso oscurísimo de su Vinnie Chase de Entourage– y Angela Trimbur) en eterna crisis y continua pelotera, y cuya relación parece apuntalarse en lo poco que se soportan. Cuando parecen haber encontrado una luz al final del túnel que les ayude a salvar la relación, ella le pone a su insufrible novio la condición de que se reconcilie con su abuela fanática religiosa y su hermana de rostro desfigurado, superviviente del incendio que acabó con sus padres.
Lanzando al espectador al pozo del odio desde la significativa secuencia pre-créditos (la psiquiatra de Grenier se queda dormida cuando este se sincera con ella), Trash Fire despliega una misantropía pasmosa que afecta a todos los personajes, los que tienen una personalidad muy dura por tenerla y los que la tienen más apacible por seguirles la tontería. Nadie se salva en una película escrita y dirigida por Richard Bates Jr. (al que recordamos de la también salvaje Excision) y que, con la entrada en escena de la familia de Grenier, pierde algo de mordiente al sumergirse en la caricatura pura y dura. Pero pese a los vaivenes de tono y unos actores no siempre perfectos, hay que reconocer que su valentía a la hora de negar la redención desde el primer momento a todos sus personajes es el antídoto perfecto ante las demás películas del festival, dispuestas a torturar a sus héroes pero no quitarles todo el aire.

In a Valley of Violence


Ti West parecía la gran esperanza blanca del cine de terror después de películas como The House of the Devil (aún hoy su mejor hallazgo) y The Innkeepers, pero según ha ido ampliando el espectro temático, se ha revelado como un auténtico artesano de los subgéneros, capaz de levantar películas modestas y baratas como perfectos clones de rincones muy concretos del cine B. En Sacrament, la jugada sobre el found footage y el cine de culto y de cultos de los setenta no terminó de salirle redonda, pero con In a Valley of Violence recupera algo del nervio perdido, con la efectiva técnica de reducir el argumento de la historia que quiere contar a la mínima esencia.
Lo importante aquí no es cómo Ti West desarrolla un tropo esquelético (la venganza de un forastero contra unos cuantos salvajes que le chulean en un pueblo sin ley), sino su forma de agarrar elementos del tópico (el desertor de pasado oscuro, el sheriff patapalo, el perro como único amigo para un paria, el sacerdote que no tiene miedo de usar el revolver para difundir la palabra de Dios, el pueblo fantasmal tan dejado de la mano del Creador que no tiene ni iglesia), los sacude y los arroja en un batiburrillo con sentido. De la soberbia banda sonora de Jeff Grace a la épica -y a la vez modesta- fotografía en 35 mm de Eric Robbins, pasando por las afiladas interpretaciones de John Travolta, Ethan Hawke o el espléndido dúo de hermanas Taissa Farmiga y Karen Gillan, este western sencillo, directo y esencial puede que no cambie el género para siempre, pero es un espléndido homenaje a quienes sí lo hicieron.

The Greasy Strangler


Aunque su naturaleza faltona y repulsiva podría haberle arrinconado injustamente en un maratón de madrugada, la espléndida factura visual y el endiablado (aunque viscoso) ritmo de The Greasy Strangler, una producción que rinde sentido homenaje a las comedias de horror cárnico y urbano del VHS de los ochenta como Despedazator o Street Trash, le ha acabado garantizando una plaza a horas cristianas y en la programación principal.
En esta producción que viene con el sello del prestigioso Fantastic Fest de Austin y de la chiflada productora de Elijah Wood, Spectrevision, asistimos a los desmanes criminales de un misterioso estrangulador bañado en grasa y aceite. El criminal podría ser (o no) un estrafalario anciano (Michael St. Michaels) aficionado a la comida bañada en cantidades insalubres de grasa, que vive con su inocente hijo (Sky Elobar), un Napoleon Dynamite angelino y con sobrepeso, y que se ganan la vida haciendo tours turísticos relacionados con la música disco. Con efectos especiales viscosos y violentos, The Greasy Strangle juega tanto la carta del humor idiota (el diálogo de las patatas chips es deliciosa memez destilada) como el de la provocación frontal a través de repulsivos desnudos (también frontales), humor incorrecto de todos los colores y chapoteo continuo en el grand-guignol. Una película no para todos los gustos y, significativamente, superior a muchos de sus modelos, gracias al brío de la dirección de Jim Hosking, la soberbia banda sonora de Andrew Hung y el chifladísimo trabajo de fotografía de Marten Tedin.

Raw (Crudo)


Que la heroína de Raw (Crudo), impactante debut en la dirección de la francesa Julia Ducournau, obedezca al sadiano nombre propio de Justine, no tiene nada de extraño: como la infortunada virtuosa, esta Justine universitaria (interpretada con una interesante intuición para el matiz turbio por Garance Marillier) es una estricta vegetariana por herencia paterna que llega a la facultad de veterinaria para reunirse con su díscola hermana, un año mayor. Entre humillantes pruebas de integración para novatos y el despertar inevitable de la vida adulta, despierta también un peculiar apetito.

Ducornau parte de las bases del horror extremo francés que tan interesantes resultados ha dado en los últimos lustros y lo baña con la sangre de los clásicos del horror estudiantil de autodescubrimiento, de Carrie a Ginger Snaps. Sin miedo a los excesos gore connaturales al argumento, pero también sin problemas para lanzar al espectador imágenes de una poética enfermiza, Ducornau parece zigzaguear entre las diversas implicaciones de una clara metáfora acerca del drama de dejar atrás la infancia. El resultado a veces da bandazos por culpa de la falta de definición de los personajes (hay algún salto injustificado de comportamiento que se pretende desconcertante pero que simplemente es descuidado), pero en términos generales, el equilibrio entre la frialdad de planificación indie y el cálido borboteo del gore más tremendista está muy conseguido.
Via:Cinemania

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