Por qué ‘Hasta el último hombre’ no debería ganar el Oscar

Tantos años esperando el regreso de Mel Gibson al campo de batalla de la dirección para encontrarnos con esto.

En CINEMANÍA seguimos con nuestro ciclo anual de estopa para todas las nominadas en la categoría de mejor película de los Oscar y ni siquiera Mel Gibson en modo bélico nos acobarda. Del mismo modo que en días anteriores ya le hemos dado palos a Comanchería, Manchester frente al mar, Fences Moonlight, ahora le toca ponerse frente al escuadrón de fusilamiento a Hasta el último hombre, cuya crítica de estreno puedes leer aquí.
Hasta el último hombre, que acude a los Oscar con seis nominaciones (mejor película, mejor dirección, mejor actor protagonista, mejor montaje, mejor sonido y mejor mezcla de sonido), tardó 14 años en ponerse en pie. La historia real de Desmond Doss, el soldado cristiano que fue condecorado con la Medalla de Honor por su servicio en la II Guerra Mundial negándose a portar armas, tenía todos los ingredientes para una película épica y llena de sentimiento como las que le gustan a Hollywood, pero lo accidentado de su puesta en marcha acentúa lo difícil que resultaba encontrarle el tono adecuado. Lástima que Mel Gibson, el encargado final, tampoco haya podido sacarle el partido necesario.

Arsenal de tópicos


Una cosa es que la decisión del adventista del séptimo día Desmond Doss de alistarse para ir a la guerra ya fuera de por sí pura carne de Hollywood, propiciando que Hasta el último hombre haya tenido que hacer muy pocos esfuerzos para amoldarse a los auténticos acontecimientos, y otra que la forma de contarlo en el filme caiga tan dentro de los mayores clichés del cine bélico que es casi imposible diferenciarla de un catálogo exhaustivo de tropos del género. Alistamiento, entrenamiento con oficiales déspotas y compañeros abusones, traslado al campo de batalla, visión de los combatientes heridos y caídos en el frente, actos de heroísmo, etc.
Prácticamente todo lo que ocurre en la película de Gibson, recogido por el guión de Robert Schenkkan Andrew Knight, sigue al dedillo la biografía del protagonista. Salvo por pequeños cambios introducidos para aligerar la narración (Dorothy no era enfermera cuando la conoció Doss, su padre no pidió ayuda a su antiguo comandante), lo que hace más pertinente nuestra queja: ¿no habría sido posible contar la historia de este soldado excepcional de una forma más… extraordinaria? ¿Era necesario que cada vez que Teresa Palmer aparece en pantalla todo se convierta en un telefilme digno del antiguo canal Hallmark? ¿Tenía que ser Vince Vaughn un sargento tan estereotipado? ¿Y la camaradería entre los soldados tan ortopédica? ¡Pero Mel, si tú protagonizaste Cuando éramos soldados (2002), que esta mucho mejor en ese terreno!

¿Dónde está el loco Mel?


Diez años han pasado desde Apocalypto, la anterior película de Mel Gibson como director. Estaremos de acuerdo, pero cualquier comparación entre aquel cañonazo de aventuras mesoamericanas con este académico acercamiento al género bélico de Hasta el último hombre habla por sí misma. Todo lo que en aquella era fuerza, vigor cinematográfico, una ambientación desbordada y la construcción más espectacular posible para un relato sencillo que se mantenía todo el rato en movimiento, en el título que ha marcado la reconciliación definitiva del director con la Academia de Hollywood se ha transformado en una de las películas más domesticadas de la temporada.
Hasta el último hombre comienza como un melodrama acartonado con fotografía color pastel de Simon Duggan. Al menos, después enlaza con una última hora de desenfreno bélico donde el Gibson podría haber brillado orquestando una auténtica inmersión en el infierno. Sin embargo, su único recurso son unos muy contados salpicones de gore (por debajo de Salvar al soldado Ryan, por muchos torsos humanos que se usen como escudo) y la reiteración pura y dura. Ni una salidita de tono que llevarse a la boca, Mel. Cuando Desmond arrastra al sargento Howell (Vince Vaughn) por el campo de batalla mientras él ametralla soldados japoneses vislumbramos lo que un Gibson verdaderamente desatado podría habernos dado. Pero apenas 30 segundos en una película de 140 minutos no son suficientes.

Andrew Garfield, silencio


Ahora que Andrew Garfield ha dejado atrás su etapa como trepamuros arácnido, le ha llegado la oportunidad de demostrar lo buen actor que puede llegar a ser. Ese que creímos vislumbrar hace más de un lustro en sus papeles secundarios de La red social Nunca me abandones, ese que dicen que se merendaba el escenario en las representaciones teatrales de Muerte de un viajante a principios de la década. ¿Pero es el Desmond Doss de Hasta el último hombre? Por mucho que la Academia le haya nominado en la categoría de interpretación lo dudamos mucho.
El Doss de Garfield, dejando a un lado su lucha por mantener un acento consistente, se pasa toda la película con la misma expresión de pánfilo –en el sentido etimológico, nada de insultos por aquí– sin dar ninguna firmeza a la convicción moral del personaje ni profundidad a sus posibles momentos de duda o temor en la línea de fuego. La afrenta parece mucho mayor cuando Garfield sí ha realizado un trabajo interpretativo mucho más matizado y admirable este mismo año en Silencio, la película de Martin Scorsese escandalosamente ignorada por la Academia en todas las categorías menos en la de fotografía.

Maniqueísmo old school


Si al cartón piedra de las secuencias de retaguardia y el repaso exhaustivo de tópicos del género de las escenas militares le añadimos la visión concienzudamente simplificada que da Hasta el último hombre de la guerra, nos queda una de las películas bélicas más conservadoras y maniqueas de los últimos años. ¡Hasta Clint Eastwood ofreció dos visiones alternativas del frente del Pacífico con Banderas de nuestros padres Cartas de Iwo Jima! 
En la película de Mel Gibson, absolutamente todos los soldados japoneses son alimañas asesinas que no sólo se agazapan para aniquilar a los valerosos soldados estadounidenses, sino que utilizan toda clase de sucias triquiñuelas para engañarlos y atacarlos por la espalda. El seppuku de los comandantes nipones, al que se da una importancia incoherente con el resto del punto de vista de la narración, se presenta más como el último acto de cobardía que como nada relacionado con el honor o un código guerrero de origen milenario.

Esta guerra merecía mejores soldados


Hay que reconocerlo: la visión del escarpado Acantilado de Maeda, en la isla de Okinawa, es impresionante. Los soldados estadounidenses observan desde abajo la cima de la colina en llamas, el infierno al que se van a enfrentar subiendo de la forma más precaria posible. Es una pena que Hasta el último hombre (rodada en Australia, por otra parte) desaproveche con la historia de este único soldado las posibilidades dramáticas que brindaban un escenario así y las sanguinarias batallas que presenció.

Con la cantidad de películas sobre la II Guerra Mundial que hay, la batalla de Okinawa sigue siendo uno de sus episodios menos representados, motivo por el que esta oportunidad perdida duele más. Tanto la japonesa Battle of Okinawa (1971), de Kihachi Okamoto, como la miniserie The Pacific (2010) son muy superiores a la propuesta de Mel Gibson. Mientras seguimos esperando la gran película sobre Okinawa, volveremos con gusto a las reflexiones de Chris Marker sobre ella en Level Five (1997).
Via:cinemania

Comentarios